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¿Por qué sentimos miedo al invertir?
Invertir con cierto éxito es sencillo. Siguiendo un puñado de criterios simples, la probabilidad de obtener rendimientos razonables con nuestras inversiones es alta. Sin embargo, pocos lo hacemos. ¿Por qué? Primero, porque a pesar de su sencillez, seguir estos criterios requiere constancia y disciplina, algo muy poco común, pero aún hay más. Nuestro cerebro funciona extraordinariamente bien la mayoría del tiempo, es capaz de leer situaciones complejas y tomar decisiones acertadas en milésimas de segundo y puede acumular y analizar grandes cantidades de información. Pero en ocasiones, nos conduce a errores. Los motivos del miedo a invertir Uno de los mecanismos que nos hacen “errar” son los sesgos. Algunos de los atajos que nuestra mente usa para tomar decisiones rápidamente, fallan. Por supuesto, todos cometemos errores, pero los sesgos, son errores “sistemáticos”. Es decir, no son accidentales ni aleatorios. Los cometemos la mayoría de las veces que nos vemos expuestos a una determinada situación, incluso aunque sepamos que existen. Ocurren todo el tiempo y afectan, entre otros muchos ámbitos, a nuestras decisiones financieras. Tres de los sesgos más relevantes a considerar son: 1. La aversión a las pérdidas Para el cerebro humano las pérdidas tienen un impacto mayor que las ganancias equivalentes. Nos alegramos al encontrar, por azar, un billete de 50 € en la calle. Y duele llegar a casa y descubrir que has perdido un billete de 50 €. Teóricamente, la intensidad de la emoción, positiva o negativa, debería venir determinada por el tamaño del estímulo—50 € en este caso—y nada más, pero no es así. El malestar que genera la pérdida es mucho mayor que la alegría del hallazgo. Se estima que ese malestar es entre dos y tres veces más intenso que la alegría que produce encontrar el billete. 2. El sesgo de la experiencia reciente Es normal que recordemos mejor lo que acabamos de vivir, el problema es que nuestro cerebro a la hora de formar su idea de la realidad, le da un valor desproporcionado a lo que ha ocurrido recientemente. De manera inconsciente, el cerebro usa ese recuerdo para formar su idea de lo que ocurre siempre e imaginar cómo será el futuro. Por ejemplo, tras el confinamiento por el COVID-19, se ha multiplicado la búsqueda de casas con jardín fuera de la ciudad, y se han desplomado las compras de vehículos. Ambas son decisiones de compra de largo o muy largo plazo, mucho mayor que el periodo en el que viviremos las consecuencias de la epidemia. Estas reacciones responden en parte al instinto psicológico de extrapolar la experiencia del confinamiento—un evento puntual pero reciente—al resto de nuestras vidas. 3. El efecto disponibilidad Nuestra mente asigna probabilidades basándose en la facilidad con que puede recordar ejemplos de algo. Por ejemplo, la mayoría de los ciudadanos americanos piensan que los tornados matan a más personas que el asma, a pesar de que éste causa 20 veces más muertes. Tendemos a creer que la probabilidad de sufrir un accidente de avión, o un ataque de tiburón, es mucho mayor de lo que realmente es, simplemente porque reciben atención de los medios y, por lo tanto, los recordamos sin esfuerzo. Aplicado a las finanzas, nos lleva a exagerar la frecuencia con la que ocurren las crisis financieras. Es infinitamente más fácil para el cerebro recordar un año malo que uno bueno o uno normal, que son la inmensa mayoría. ¿Qué impacto tienen estos sesgos cuando estás tomando decisiones de inversión en un periodo lleno de incertidumbre y volatilidad como el actual? Sin que nos demos cuenta, su influencia puede ser enorme. Por ejemplo, la aversión a las pérdidas multiplica el daño emocional que un ahorrador experimenta ante una caída tan abrupta como la de febrero y marzo. Si el mercado cae un 30 % y después recupera todo lo perdido, el inversor seguirá experimentando un profundo malestar, ya que, recordemos, el impacto negativo de las caídas es al menos dos veces superior al impacto positivo de las subidas. Además, dado que acaba de ocurrir, el sesgo de la experiencia reciente hace creer al cerebro que momentos así son algo normal, mucho más comunes de lo que en realidad son. Y, por último, esta impresión es confirmada gracias al sesgo de disponibilidad. Recuerdos de crisis anteriores vendrán a la mente con mucha facilidad y nuestro cerebro sentirá que, dada la facilidad con que ha recordado otras crisis, éstas deben ocurrir con mucha frecuencia. Al hacer esto se arrincona información relevante como, por ejemplo, que entre las crisis de 2008 y 2020, el mundo ha vivido una de las mejores fases de la historia de los mercados financieros. Los sesgos hacen que el cerebro tome decisiones fundamentadas en información incompleta o engañosa, llevándonos a la conclusión errónea de que la bolsa es una inversión enormemente arriesgada, donde constantemente se producen grandes pérdidas. Basándose en esta percepción de la realidad, ¿qué decisión financiera tomará este inversor? En muchísimos casos, los ahorradores cambian el foco de su estrategia para centrarse en evitar cualquier pérdida de dinero, aunque sea temporal. A menudo, esa posición se mantiene durante décadas. Pero al renunciar a invertir en bolsa reducen la rentabilidad que pueden conseguir con su dinero. Y el impacto acumulado durante mucho tiempo, puede suponer en un ahorrador medio una pérdida potencial de cientos de miles de euros. ¿Cómo gestionar el miedo a invertir? Sin que nos demos cuenta, su influencia puede ser enorme. ¿Cómo gestionar el miedo a invertir? Estas decisiones no tienen sentido racional, pero ocurren constantemente como resultado de la combinación de miedo y sesgos del comportamiento. Sin embargo, existen mecanismos para evitar estos sesgos. Con buena información sobre el funcionamiento de los mercados a largo plazo y buena voluntad, es posible contrarrestar sus efectos, al menos en parte. Pero cansa y suele fallar en momentos de estrés. Lo mejor es establecer procesos y mecanismos automatizados que nos eviten caer en las trampas del cerebro, como las aportaciones periódicas, éstas nos evitan tener que tomar decisiones de ahorro e inversión con frecuencia, para así minimizar el margen de error.
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